“Me asaltó de pronto, como un trastorno mental desconocido por la psiquiatría: el deseo de detenerlo todo en la vida cotidiana, desarraigarme y partir”. Así comienza El turista desnudo, del escritor y periodista británico Lawrence Osborne. Relato de viajes, pero también reflexión sobre las diferencias y puntos de contacto entre las figuras del viajero, del turista y del antropólogo.
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Para Osborne, el avión anuló el ritmo pausado de los viajes de larga distancia en barco. Saborear ese destino al que nos costó llegar y al que nos aproximamos despacio (y vomitando en el camino) es un placer que desapareció. Por otro lado, al viajero actual ya no le quedan destinos auténticos. El mundo entero se ha convertido en una instalación turística y “el desagradable sabor a simulacro se eterniza en la boca”. Si el “mito del turismo” se construye en torno a sitios que parecen inmutables (Disney, por ejemplo, no cambia demasiado, ni tampoco los complejos y hoteles para vacaciones), los entornos turísticos son, para el escritor británico, “una forma de fingir que la muerte no nos vencerá”. Parecen habitar un presente eterno, como si en su interior se hubiera conseguido detener el tiempo. Por eso el viaje de este “turista desnudo” diseña un itinerario cuyo destino final es Papúa Nueva Guinea, una isla donde pretende encontrar un lugar alejado de toda civilización.
Sin embargo, la aventura comienza en Dubái, ciudad futurista en camino a convertirse en un parque temático: islas artificiales con forma de palmera, un hotel conocido por ser el primero de 7 estrellas, el rascacielos más alto del mundo y una red de metro sin maquinistas, entre otras excentricidades. En Dubái, los jeques comprendieron que la estructura en forma de palmera, estructura comercial y estética perfecta, les permitía construir miles de casas con acceso a la playa y expandir los kilómetros de costa.
Las siguientes paradas son Calcuta y las Islas Andamán. Decrépita y caótica, según Osborne, la ciudad india: “menos vacas de las esperadas, ningún buitre, nada de pus. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba allí, más me parecía una ciudad compuesta y ensamblada en un cerebro febril, una de aquellas fantásticas escenas utópicas londinenses soñadas por el pintor victoriano John Martin”. Las islas Andamán, semiderruidas por el tsunami de 2004 y en proceso de reconstrucción para convertirse en las nuevas Maldivas, en cambio, le permiten a Osborne brindar un atractivo testimonio acerca de los nativos jarawas y los safaris humanos de los que son objeto.
Después, en Bangkok, Osborne encuentra “hedonópolis”, la capital mundial del placer. “No hay en la faz de la tierra una sociedad más tolerante hacia lo sexual”, dice. Le resulta exquisita la idea tailandesa del sexo como gradación de estados de ánimo, cada uno con nombre propio: len pheuan, «jugar con un amigo», len sawaad, «jugar al amor», por ejemplo. Y también descubre el término seua bai, «tigre bisexual», ya que, cuenta Osborne, unas dos mil personas al año cambian quirúrgicamente de sexo en Tailandia. Los tailandeses, además, distinguen entre el género, que es un constructo público para mantener riab roi (la corrección), y la sexualidad, que no se menciona y, por ende, no se reprime.
La última parada antes del destino final es Bali: «la Disneylandia hindú», como la llaman a veces los propios balineses. Aunque las bombas terroristas que mataron a 202 turistas en una disco, en 2002, y las bombas de Kuta y Jimbaran, en 2005, supusieron un ataque al turismo, la marca Bali, señala Osborne, “es tan sólida, tan antigua y está tan bien diseñada que harán falta algo más que unas bombas yihadistas para desestabilizarla”.
Un laboratorio antropológico del siglo XX
Ya en la isla de Papúa, más precisamente en Wamena, el viajero conoce a Yali: “una perfecta fantasía orientalista: un hombre esbelto y desnudo untado con grasa de cerdo que bailaba junto a mi cama, con una funda fálica de madera con forma de zanahoria atada a la cabeza mediante un cordel”. Osborne le pregunta ingenuamente a Yali si sabe algo del mundo exterior: una expresión de temor y resentimiento se refleja fugazmente en su rostro. Un año antes, un empresario balinés y su esposa japonesa lo habían llevado a Japón. Para el jefe tribal había sido una experiencia lamentable. “Después de exhibirlo por todo Japón como si fuese el Hombre Elefante, lo habían metido en un avión con destino Yakarta, sin dinero, y Yali había tenido que mendigar para conseguir volver a casa”. Este relato es el preámbulo para una aventura selvática, lejos de toda civilización, que ya comienza. En el GPS y en el visor de nuestra omnisciente tecnología, aquel equívoco paraíso ni siquiera existe. Los kombai no tienen un nombre para esta selva. Es simplemente «la Selva», y fuera de ella no hay nada. De allí que Papúa se haya convertido en el destino imprescindible para una nueva raza de viajero, que Osborne asegura podría llamarse «turista antropológico».
Si la flora de Papúa es acaso la más rica de la tierra, la fauna no es menos abundante: las mujeres vuelven con murciélagos enormes y huevos de talégalo, que, una vez cocidos, resultan contener fetos perfectamente formados, que incluso tienen ojos. Los viajeros modernos que quieran repetir las emociones que experimentaron los primeros peregrinos —escribió Margaret Mead en 1925—, tendrán que afinar sus muy descuidados sentidos del gusto y del olfato. Eso es lo que devuelve la jungla. «Las películas y el fonógrafo —dice Mead—han eliminado los otros dos sentidos, y el tacto no parece tener demasiada importancia aquí». Por eso Osborne sugiere que quizá el viaje occidental no sea sino una búsqueda a ciegas para redescubrir los sentidos.
Fragmento de El turista desnudo:
Cuando Paul Gauguin llegó a Tahití en la década de 1890, llevó a cabo un valeroso intento para entender la cultura tahitiana, aunque no fue ésa la principal razón. Gauguin estaba allí para aprender a desnudarse. En su librito Noa Noa encontramos una descripción de lo que podría llamarse el síndrome de Crusoe:
Mi cuerpo, siempre desnudo, ya no sufre a causa del sol.
Poco a poco la civilización se aparta de mí.
Estoy empezando a pensar con sencillez, ya no aborrezco a mi vecino…, más bien estoy comenzando a quererlo.
Son mías todas las alegrías —humanas y animales— de una vida libre. He escapado de todo aquello que es artificial, convencional, habitual. Estoy penetrando en la verdad, en la naturaleza. Tener la certeza de una sucesión de días como este de hoy, tan libres y hermosos, me llena de paz. Evoluciono con normalidad y ya no me preocupan las vanidades fútiles.